Eran las dos de la mañana cuando había dejado su casa, básicamente con lo puesto y un pequeño petate para emergencias. Y el sol estaba en su cénit cuando sus pies tocaron el suelo herbáceo que rodeaba al campamento. Daphne golpeó con los talones el suelo, y las alas de sus tobillos volvieron a convertirse en un tatuaje, casi parecían agradecidas del descanso que su portadora les ofrecía.
Inspiró hondo, antes de dar un paso, y trató de buscar las diferencias, algo que le advirtiese que tenía que volver. Pero el Campamento se mantenía igual, como si el tiempo no pasara por él. Aunque estaba segura de que así era. Entornó los ojos para ver la capa irisada que protegía el campamento, impidiendo que ni mortales ni monstruos pudieran entrar. Se preguntó qué pasaría si, ahora que había renegado del campamento, este le impidiera entrar. Podría dar la vuelta, volver a casa y ser feliz, vivir una vida normal.
Pero estaba allí, y era por algo. Podría decirse que no quería entrar, pero al menos tenía que. Avanzó, conteniendo la respiración hasta pasar el arco del campamento.
Y, de golpe, el campamento volvió a envolverla.
Los gritos de los campistas mientras competían atravesaron sus oídos, podía sentir el calor proveniente de la cabaña de hefesto, oler las flores de los hijos de Démeter y, a lo lejos, veía a alguno de sus hermanos intentando robar a sus compañeros de campamento. Una extraña sensación de añoranza la invadió. Claro que echaba de menos eso. Lo malo eran los monstruos.
Mientras continuaba bajando, distinguió a Abbie charlando cerca de su árbol. Estaba más pálida, aunque era difícil de ver en alguien con piel de árbol, y parecía haber perdido algunas de las agujas que a su vez hacían de pelo. Al verla, sonrió y saludó con la mano. La joven que estaba con ella se giró. Tenía el cabello rojo como el fuego y los ojos claros.
Para seguir leyendo... Capítulo 4
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